07 octubre 2013

4 cosas que aprendí después de aprender a manejar.



Cumplir con un "debe" personal siempre da mucha satisfacción. En especial si uno lo viene posponiendo durante más de una década. Así que cuando finalmente aprendí a manejar y gente en su sano juicio decidió darme un permiso, me sentí tremendamente bien conmigo mismo.
Lo malo es que empecé a odiar al resto de la gente a mi alrededor (más que antes, quiero decir).


1.  El coeficiente intelectual de la gente fluctúa según el día de la semana.
Aunque sobra la evidencia para comprobar lo contrario, el consenso general es que el cerebro humano es un órgano tremendamente avanzado. Queda claro que nos gusta felicitarnos a nosotros mismos por tener un kilo y medio de masa encefálica mínimamente funcional. Es como si las moscas se hicieran autobombo por comer su propio vómito…  Sin duda es evolutivamente meritorio, pero en la práctica los resultados son simplemente vomitivos (juego de palabras cortesía del cerebro humano… ¿Se dan cuenta? ES ASÍ DE HORRIBLE).

Mis dudas sobre la inteligencia humana tienden a empeorar los domingos, en especial si estoy manejando, y más aún si llueve. Porque cuando esas circunstancias se sincronizan en un perfecto ballet de estupidez y azar, me resulta imposible creer que los protagonistas son los seres más inteligentes del planeta. 

Gente que es capaz de pagar sus impuestos, resolver matemáticas básicas, cocinar unos fideos con tuco, y ponerse la ropa en el sentido correcto (cosas que yo sigo sin poder dominar pese a mis intentos), tienen una súbita bajada de actividad neuronal al ponerse frente al volante durante una jornada dominical. Entonces los vemos circulando demasiado lento, demasiado rápido, haciendo “finitos”, haciendo “Gruesos” (otro juego de palabras… dios me perdone), y constatando que si siguiéramos en la Edad de Piedra, estas personas serían las primeras en morirse segundos después de decir el equivalente a: 
“Ah, no sé, no sé. Yo siempre acorté camino por el medio de la guarida del tigre prehistórico enorme y feo y nunca me pasó nada”.


 Obviamente que no creo que sea culpa del domingo que las sinapsis funcionen con más pereza que el empleado promedio del Ministerio de Desarrollo Social. Creo que es culpa de la gente por no darse cuenta que son más estúpidas de lo habitual. Deberían quedarse en sus casas, bien quietitos, sin intentar nada más complejo que comer dulce de leche directamente del pote.


2. Los peatones son tanto o más negligentes que los conductores.
Fui peatón durante casi tres décadas de mi vida. Aprendí a caminar como todo niño, más o menos cuando me di cuenta que mi madre estaba haciendo todo lo posible por alejarse de mis berrinches y me ví obligado a desarrollar capacidades de desplazamiento superiores al gateo para alcanzarla y hacerla sufrir un poco más.  Finalmente la vergüenza pudo más que el instinto de autopreservación y acepté que si me iba a morir de todos modos, al menos puedo estar ADENTRO de la caja metálica infernal con ruedas, en lugar de simplemente ser aplastado por una.

En el fondo, siempre sentí que los peatones estábamos en la jungla, rodeados de grandes y veloces depredadores metálicos (concepto que ya acuñé como idea para una película mala con Lorenzo Lamas).
Si los conductores son anormales que ignoran no solo las reglas de tránsito, sino las del sentido común también, los peatones son la subespecie más suicida del planeta, muy por encima de las abejas (se destripan para poder picar) o las mantis religiosas macho que se aparean e inmediatamente son devoradas por la hembra.

No estoy del todo seguro de que esta total falta del sentido de autopreservación sea un tema de soberbia o falta de entendimiento de que cruzar la calle puede ser algo elemental, pero tan peligroso como hacer enojar a un patovica de boliche reggeatonero. Creo que está más bien vinculado a la estupidez. Una total y definitiva falta de uso neuronal bajo la creencia primitiva de que caminar, respirar, y obedecer las reglas de tránsito es imposible.

No hace ni dos semanas, vi a un alegre grupo de personas ayudar a cruzar a un señor en silla de ruedas. En la rambla. A 15 metros de un semáforo que marcaba roja. He visto animales tirarse en frente de autos circulando a setenta u ochenta kilómetros por hora, perros, gatos, ciervos… en general criaturas con reflejos rápidos y excelentes instintos pero incapaces de abstraer las implicaciones de ir frente a frente con un bólido metálico de una tonelada de peso. Los peatones saben a lo que se enfrentan, y no tienen la agilidad de estos otros potenciales felpudos del asfalto… pero se mandan igual, y ayudan a otros con incluso menos movilidad a desafiar las estadísticas. Quizás sean adictos a la adrenalina, pero en ese caso, es más seguro asaltar una farmacia/hospital con pistolas de agua e intentar robarse toda la epinefrina.

Esto me lleva a una única conclusión posible…  



3. En Montevideo no hay tránsito. Hay Darwinismo móvil.
El Darwinismo tiende a estar mal interpretado. Un poco similar a lo que le sucede al Maquiavelismo. Son términos que muchas veces usamos con connotaciones negativas para explicar el orden de las cosas.

La realidad es que el Darwinismo no tiene mucho que ver con la supervivencia del más apto, del mejor, o del más inteligente. Tiene que ver con la reproducción del que logre morirse menos. Y por eso llegué a la conclusión de que en Montevideo no hay realmente tránsito, lo que hay es una ecología de subespecies altamente especializadas en transmitir su material genético antes de reventar contra una columna. Estos seres vivos no se enfrentan a otras fuerzas de la naturaleza, sino a las fuerzas inconmensurables de las matemáticas. La ecuación es la siguiente: 
900kg de vehículo promedio 
x
65kg de persona promedio 
x
CERO (siendo cero la elasticidad natural de paredes y columnas de hormigón)

Cualquiera con un conocimiento rudimentario de las matemáticas sabe lo que sucede al multiplicar algo por cero. Es similar a lo que ocurre al intentar encontrar argumentos inteligentes en la política nacional. Ese Cero es las chances que uno tiene de sobrevivir a la combinación fatídica de la estupidez propia con la ajena, limpiando el pozo genético de material débil y con dislexia numérica.


4. Me voy a comprar un globo aerostático y un ventilador grande.
Como la solución no está en tener bicicletas, ya que los ciclistas son peatones que aprendieron a moverse incluso más rápido, y todos sabemos que el transporte público uruguayo está correctamente ubicado en el décimo círculo del infierno, la solución para trasladarse tiene que ser algo ingenioso y apto para mi limitado presupuesto.
Un dirigible casero es todo lo que preciso. Después de eso, es solo aprender a lidiar con la habitual gaviota pelotuda, o los disparos del vecino loco que espera con ansias la invasión de extranjeros, posiblemente gente de Paysandú o Salto, u otras naciones exóticas.

Es genial imaginarse ir hasta la Ciudad Vieja y en vez de buscar un lugar para estacionar, simplemente usar una escalerilla de cuerda, bajar, hacer trámites e irse a la mierda en minutos.

Eso hasta que algunos otros payasos empiecen a copiar la idea, y empiecen los impuestos a la circulación por espacio aéreo, y aparezcan los bondis aéreos con Petinatti a todo volumen…

Y los domingos la gente se distraiga y los globos empiecen a flotar peligrosamente cerca de los techos de los edificios. O a chocarse entre ellos, enredando cuerdas, tirando antenas de televisión y aplastando gente al aterrizar...
Momento en el cual voy a dejar de viajar en globo para construirme un submarino.


*Dedicado a Rodrigo que me enseño a manejar sin chocarme con pelotudos.

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