04 julio 2011

Lunes de Ktarsis 15: Resaca



Érase una vez estar tomando como un cosaco hasta que todo se oscurece...

...
...
Escucho algo...

Es un sonido constante, repetitivo, y tan interminable como las asambleas gremiales de facultad. Una voz en mi cabeza me advierte que despertarme va a producirme  un inevitable arrepentimiento.
Me despierto... obviamente.

Estoy horizontal. Mi boca es una pasta seca compuesta principalmente por una lengua hinchada y la sensación de haber lamido un cenicero durante más tiempo de lo que dicta la prudencia.
Me termino de espabilar, mi cabeza pesa treinta kilos y duele como si mis testículos fuesen parte de mi cráneo y me los estuviesen estrujando con una tenaza. Considerando que normalmente pienso con mis genitales, la comparación es bastante pertinente.

Foto de mi último electroencefalograma.

Me arrepiento de haberme despertado. Tal como se me había advertido.
Con la lentitud de un trámite municipal trato de entender en qué momento decidí que era buena idea injertarme alambrado de púas en el cuero cabelludo.
Llego a la conclusión de que posiblemente haya sucedido en el mismo momento que intercambié mi estómago por una bolsa de malas intenciones mezcladas con ácido sulfúrico.

El sonido persiste…

La voz en mi cabeza se ríe despiadadamente de mí…

Y entonces cometo el tercer peor error de toda mi vida.

Hay algo respecto a los ojos, la luz y como se procesan las imágenes en el cerebro… algo que permite el milagro de ver el mundo y sus maravillas… algo que no me importó una mierda porque en el instante que abrí los parpados lo único que entró por mis ojos fue un dolor comparable a ver todos los videos de Wendy Sulka sin parar durante una semana. Al mejor estilo de la Naranja Mecánica pero dirigida por un verdadero sádico como Fernando Vilar, en vez del bueno e inocente de Stanley Kubric.

Kubric sólo sabía expresar ternura.

Finalmente lo veo. Mi celular. En el escritorio. Sonando impunemente y contaminando el aire con su alarma polifónica, creada por algún cabrón finlandés que le vendió el alma al diablo a cambio de poder diseñar pequeños teléfonos sobrevaluados.
Decido que el mejor curso de acción es lanzarle una almohada al escritorio y rezar porque mágicamente detenga la alarma del celular.
Intento mover mi brazo, un hormigueo molesto y una total falta de cooperación por parte de dicha extremidad me indican que lo tengo completamente adormecido… el muy bastardo goza de un privilegio que yo ya no tengo.
Trato de pensar cómo apagar mi celular usando poderes telequinéticos.
Descubro dos cosas:
1- Muy a mi pesar, sigo careciendo por completo de poderes telequinéticos.
2- Pensar me duele.

Pasa una cantidad de tiempo incalculable hasta tomar la decisión de levantarme… caminar a los tumbos... golpear mi rodilla contra la silla… putear… putear más… acordarme que la fuente de todo mi sufrimiento es el ruido del celular y finalmente cancelar la alarma que por algún motivo inexplicable estaba programada para sonar un domingo a las ocho y media de la mañana.

Para mi gran sorpresa, el silencio apenas reduce la monumental jaqueca que me raja el cráneo.

Me tambaleo hasta el botiquín del baño y me meto dos pastillas matamigrañas, rezándole a los dioses paganos por un poco de misericordia y jurándoles nunca más tomar vodka nacional y martini, mezclándolos directamente en mi boca… la próxima vez, por lo menos voy a considerar la opción más civilizada de usar un vaso.

La diferencia entre arruinarse y arruinarse pero prolijamente.

Mi cuarto está en penumbras y reina el silencio. Apenas abriendo un ojo, rengueo hasta la cama mientras miro con desconfianza a la silla, por si está tramando otro ataque a mi rodilla. Aterrizo en la cama y sé que me espera un largo tramo hasta que mi cuerpo decida que ya no tiene gracia estar en la ruina.
Pero no por eso dejo de sonreír… el celular está apagado, las persianas están bajas, estoy horizontal de nuevo. Tengo todo bajo control… y puedo… volver… a dormir…

Suena la alarma de un auto justo frente a mi ventana y nadie la desactiva en toda la mañana.

Me resigno a taparme la cabeza con la almohada, y decido que mi próxima compra va a ser una bazooka, o unas granadas de mano, o por lo menos una buena vodka importada que no me genere esta maldita resaca.